Su amada esposa lloraba inconsolable. La tragedia se instaló profundamente en su hogar. Él, inmóvil, sentía mucho más fuerte ese dolor. Compuso su traje plagado de distinciones. Se acercó, sigiloso, estoico, y la abrazó con su frialdad habitual. Con la mano un tanto temblorosa procuró una caricia en la espalda de su mujer. Ella, súbitamente, la rechazó. Quería seguir inalterable llorando a solas. El viejo se sintió humillado cuando supo que sus manos eran tan torpes para acariciar, incapaces de deslizarse sin herir. Manos duras y toscas que no sabían más que propinar golpes, bofetadas; que solo sabían manejar armas, apretar gatillos; sabían exclusivamente (y lo sabían muy bien) estrangular y violar, sin embargo, eran incompetentes para dar una sencilla caricia, un inútil consuelo del cuerpo para el alma. Respiró profundamente y, aunque en seguida la vergüenza fuera insoportable, se odiara y tuviera que suicidarse, dejó que sus manos hicieran con su esposa, lo que mejor sabían hacer.
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