martes, 13 de septiembre de 2011

La caricia


Su amada esposa  lloraba inconsolable.   La tragedia se  instaló profundamente en su hogar.  Él, inmóvil,  sentía mucho más fuerte  ese dolor. Compuso su traje plagado de distinciones. Se  acercó, sigiloso,  estoico, y   la  abrazó con su frialdad habitual. Con  la mano un tanto temblorosa procuró una caricia en la espalda de su  mujer. Ella, súbitamente, la  rechazó. Quería seguir inalterable llorando  a solas.  El viejo se sintió humillado cuando supo que sus  manos eran tan  torpes  para acariciar,   incapaces de deslizarse  sin herir. Manos  duras  y  toscas que  no sabían  más que propinar golpes, bofetadas; que solo  sabían  manejar  armas, apretar gatillos;  sabían exclusivamente (y lo sabían muy bien)  estrangular  y violar, sin embargo, eran incompetentes para dar  una sencilla caricia, un inútil consuelo del cuerpo para el alma.  Respiró   profundamente  y, aunque  en seguida  la vergüenza fuera insoportable, se odiara  y tuviera que suicidarse, dejó que sus  manos   hicieran con su esposa, lo que mejor sabían  hacer. 

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