Un hombre
hace fila en el registro del seguro social. Sabe que tendrá que estar ahí un par
de horas. Se preparó, inteligentemente, con un libro para soportar la espera. De pronto, la mujer que está delante, deja
caer un documento imprescindible para realizar su trámite. Él se percata, pero
no quiere dejar su provechosa lectura. Así
que apresura el ritmo para llegar a un punto final, que le permita retomar con
cierta inmutabilidad el afluente de ideas del libro. Por fin llegó a un
punto. Cierra el libraco y se agacha a
recoger el documento. Mientras se
levanta observa, inevitablemente, las piernas de la señora. No está mal,
piensa. Con todo el respeto que sabe,
toca la espalda de la mujer. Ella lo ve con desconfianza. Se le ha caído esto,
le dice, casi en susurro. Los ojos de la
mujer, que hora vislumbra como una chica, han ejercido una suerte de ofuscación
cerebral. La misma sensación que sufre, por ejemplo, cuando ve un cuadro de
Vermer o de Pollock. Ella agradece con exagerada emoción. No se que hubiera
hecho sin este documento, dice. La
mujer, se ha fijado en el libro que lleva el tipo. Ha sentido un cosquilleo de
curiosidad. Observa que el libro es de
su autor favorito, y que es el libro que ha buscado sin éxito en todas las
librerías. El libro ha representado un punto en común, acto que causa cierto
desconcierto en el tipo. Él siempre ha usado los libros como barrera para
aislarse de los entornos que considera insufribles. Ambos se sonríen, lo que no es
extraordinario, pero ambos, en su fuero
interno carente de esos gestos de humanidad, resultan tan reconfortantes como
salir de las oficinas y dejar de respirar el agitado aire de los
acondicionadores. Comienzan a platicar
de libros, de deportes y de lo terrible que resulta la burocracia en su país. Ella usa un perfume
ligeramente floral, con acentuadas notas cítricas que a él le recuerda la limonada que su madre
hacia allá por su lejana infancia. Ella, se siente a gusto hablando de estos
temas y sin tener conciencia real de lo que hace, se ha dado vuelta para ver de
frente al tipo. El interpreta el
movimiento como peligroso, queda
prendido de las fibras del alma, a un instante de caer enamorado. Ella está tan atenta a cada palabra del tipo que parece, que captar los sonidos
con los ojos. Reconoce en esa barba, un
aire de descuidada e interesante personalidad.
La fila avanza, lenta pero perceptiblemente. Para ella es un paso hacia atrás, para él uno hacia
adelante; ella como buscando redimir el pasado, él como afrontando valeroso el futuro. La gente los ve, y al instante reconoce una pareja de
enamorados. Solo desde fuera se puede
ver el paraíso. El se siente libre, ya no vigila sus sentimientos, ella ha
cedido al irrefrenable deseo de extender el tiempo. Ha pasado el tiempo, y ese tete
a tete, en medio del gris burocrático, se extingue como un buen
cigarrillo en una fría mañana. Él le avisa, con cierto pesar, que su turno es
el siguiente. Ella, con la agilidad que solo tiene la mente femenina, inventa
una excusa, le dice que prefiere que
pase el primero, porque esta esperando a “alguien”. A él, que ha sentido
intensamente cada palabra dicha por ella, la palabra “alguien” la sintió como un gancho a la barbilla. Pronto repara en esa sonrisilla, y le sigue el juego con
silenciosa complicidad: yo también espero a alguien.
De esa forma van dejando pasar a las personas
que no se molestan en averiguar que diablos pasa ahí y aprovechan el salto en
la fila. Ellos siguen construyendo su puente, aun temerosos de cruzar. Ella
es todo lo que el soñó, él es lo que ella recién quiere. Cuando la señorita les dice que son los
últimos en la fila, reconocen que esa furia feliz, está por terminar. Ella recuerda
a su aburrido esposo, él a su descuidada y mustia prometida. Ella reconoce su destino, él se resigna al propio. Se separan para siempre
al terminar su trámite, y huyen heridos:
saben que es la clase de accidentes que
no cubre el seguro social.