sábado, 24 de noviembre de 2012

Un accidente



Un hombre hace fila en el registro del seguro social. Sabe que tendrá que estar ahí un par de horas. Se preparó, inteligentemente, con un libro para soportar  la espera.   De pronto, la mujer que está delante, deja caer un documento imprescindible para realizar su trámite. Él se percata, pero no quiere dejar su provechosa lectura.  Así que apresura el ritmo para llegar a un punto final, que le permita retomar con cierta inmutabilidad el afluente de ideas del libro. Por fin llegó a un punto.  Cierra el libraco y se agacha a recoger el documento.  Mientras se levanta observa, inevitablemente, las piernas de la señora. No está mal, piensa.  Con todo el respeto que sabe, toca la espalda de la mujer. Ella lo ve con desconfianza. Se le ha caído esto, le dice, casi en susurro. Los  ojos de la mujer, que hora vislumbra como una chica, han ejercido una suerte de ofuscación cerebral. La misma sensación que sufre, por ejemplo, cuando ve un cuadro de Vermer o de Pollock. Ella agradece con exagerada emoción. No se que hubiera hecho sin este documento, dice.  La mujer, se ha fijado en el libro que lleva el tipo. Ha sentido un cosquilleo de curiosidad.  Observa que el libro es de su autor favorito, y que es el libro que ha buscado sin éxito en todas las librerías. El libro ha representado un punto en común, acto que causa cierto desconcierto en el tipo. Él siempre ha usado los libros como barrera para aislarse de los entornos que considera insufribles.  Ambos se sonríen, lo que no es extraordinario, pero  ambos, en su fuero interno carente de esos gestos de humanidad, resultan tan reconfortantes como salir de las oficinas y dejar de respirar el agitado aire de los acondicionadores.  Comienzan a platicar de libros, de deportes y de lo terrible que resulta  la burocracia en su país. Ella usa un perfume ligeramente floral, con acentuadas notas cítricas que  a él le recuerda la limonada que su madre hacia allá por su lejana infancia. Ella, se siente a gusto hablando de estos temas y sin tener conciencia real de lo que hace, se ha dado vuelta para ver de frente al tipo.  El interpreta el movimiento como peligroso,  queda prendido de las fibras del alma, a un instante de caer enamorado.  Ella está tan atenta a cada palabra  del tipo que parece, que captar los sonidos con los ojos.  Reconoce en esa barba, un aire de descuidada e interesante personalidad.  La fila avanza, lenta pero perceptiblemente. Para  ella es un paso hacia atrás, para él uno hacia adelante; ella como buscando redimir el pasado, él  como afrontando  valeroso el futuro.  La gente los ve,  y al instante reconoce una pareja de enamorados.  Solo desde fuera se puede ver el paraíso. El se siente libre, ya no vigila sus sentimientos, ella ha cedido al irrefrenable deseo de extender el tiempo.  Ha pasado el tiempo, y ese tete  a tete, en medio del gris burocrático, se extingue como un buen cigarrillo en una fría mañana. Él le avisa, con cierto pesar, que su turno es el siguiente. Ella, con la agilidad que solo tiene la mente femenina, inventa una excusa,  le dice que prefiere que pase el primero, porque esta esperando a “alguien”. A él, que ha sentido intensamente cada palabra dicha por ella, la palabra  “alguien” la sintió  como un gancho a la barbilla.  Pronto repara  en esa sonrisilla, y le sigue el juego con silenciosa complicidad: yo también espero a alguien.
 De esa forma van dejando pasar a las personas que no se molestan en averiguar que diablos pasa ahí y aprovechan el salto en la fila. Ellos siguen construyendo su puente, aun temerosos de cruzar. Ella es todo lo que el soñó, él es lo que ella recién quiere.  Cuando la señorita les dice que son los últimos en la fila, reconocen que esa furia feliz, está por terminar. Ella recuerda a su aburrido esposo, él a su descuidada y mustia prometida.   Ella reconoce su destino, él  se resigna al propio. Se separan para siempre al terminar su trámite, y  huyen heridos: saben que  es la clase de accidentes que no cubre el  seguro social.

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