Con el meñique de su mano izquierda movía el hilo
que flotaba sobre un whisky con agua mineral. La pintura rosa de su uña pareció
multiplicarse en aquel vaso de cristal cortado. De antemano, había decidido no
enfadarla esa noche. Trato de obviar el gesto de aparente vulgaridad. Jugaba
con los hielos como lo haría una niña con barquitos de papel en la bañera. Sabes,
dijo ella, sin quitar la vista del hielo. Nunca hemos hecho el amor en el mar.
En efecto, tampoco lo hemos hecho en el desierto, respondió él, mientras la miraba, y trataba de sentir una vez más el dulce perfume de su cuello.
Ella siempre tenía presentimientos acertados. Esa tarde fue él quien supo que
había una pregunta a punto de salir a flote como una burbuja en el mar,
ascendiendo casi con desesperación. La respiración le agitaba los senos.
-Anda, pregunta lo que quieras.
-Ella no existe, ¿cierto?
la inventaste para que no me sintiera mal.
-¿Por qué lo dices?
-Porque de existir, ella estaría en mi lugar ahora mismo.
Él, bajo la mirada al hielo de su propio vaso, y pensó: ¿qué
pudo fallar para que el relato no fuera creíble?
-Por eso nunca hemos hecho el amor en el mar-. Dijo
ella.
-¿Por qué? -dijo él, sabiéndose acorralado.
-Porque dos hielos en el mar desaparecen; a veces el amor es solo eso, un largo frío que se extingue lentamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario